‘NARRAR LA VIDA’: ¿qué significa construir personas?

La persona es, por definición, un ser dinámico y abierto que está en continua realización. Construir una persona significa desarrollar sus múltiples dimensiones, consiste en realizar su polifacetismo. El ser humano es, por esencia, un ser polifacético, capaz de actividades distintas. Es capaz de jugar, de leer, de escribir, de amasar barro, de cantar y de bailar: de construirse.

La educación consiste en desarrollar las habilidades, no sólo en el terreno intelectivo, sino también emocional y relacional. Jamás termina el proceso de la educación de un modo definitivo, porque el ser humano siempre aspira a más y puede descubrir facetas de sí mismo que le habían pasado desapercibidas. Jamás puede afirmarse que la acción educativa está terminada. Mientras haya vida humana, hay posibilidad de educarse o formarse.

Educar es construir a la persona y construir a la persona es avivar su deseo de perfección, de excelencia en todos los sentidos. En el fondo, lo más propio de la acción educativa no es dar respuesta inmediata al deseo, sino avivarlo, in-quietar al educando, darle qué pensar, para que sienta la necesidad de construirse, de formarse, de leer y de pensar, y lo sienta como una necesidad vital. Solo entonces, la figura del educador cobra sentido real. Ser y hacerse constituyen los dos polos fundamentales de la tensión humana.

El marco escénico donde vive y crece el ser humano no es, en absoluto, accidental, sino todo lo contrario, es fundamental. Por ello la segunda finalidad ineludible de la educación, tan importante como la primera, consiste en la transformación del mundo, en lograr que este mundo que habitamos sea más humano, más justo, más equitativo, más transparente, más ecológico. Solo es posible transformar el mundo transformando a las personas que viven en él, sus hábitos, sus valores y sus conocimientos, y por otro lado, solo es posible construir a las personas en el seno de un mundo humano.

La condición humana y los relatos de vida

Las narraciones acompañan a los seres humanos tan íntimamente como la sombra persigue al propio cuerpo; el poder del relato es universal: cuando somos niños leemos cuentos infantiles, ya adultos vemos series de televisión y en cualquier tiempo escuchamos absortos las narraciones de vidas ajenas y narramos la propia como forjadores de nuestra propia historia. Los recuerdos, sentimientos, acciones y circunstancias se concitan en los relatos, que tejen la vida como una secuencia de eventos ordenados y con sentido.

Joaquín García Roca, sociólogo y estudioso de los cambios culturales, señala la importancia que la moderna antropología, gracias principalmente a la creciente aportación de mujeres feministas, atribuye a la narración para la construcción y empoderamiento del sujeto, como forma de conocimiento más verdadero del mundo y de la vida, que no pueden ser encasillados en abstracciones, y como terapia personal y colectiva tan necesaria en tiempos de crisis.

El mundo como narración

Como actor que reproduce papeles y recita guiones y como autor que crea e inventa algo totalmente nuevo cuyas consecuencias son imprevisibles. No cabe duda de que la historia está hecha de agentes que desde su nacimiento comienzan a actuar y son protagonistas de su trayecto de vida.

Pero este agente, con frecuencia, no es autor. “Nadie es su autor”, afirma Hannah Arendt. “Que toda vida individual entre el nacimiento y la muerte pueda contarse finalmente como una narración con comienzo y fin es la condición prepolítica y prehistórica de la historia, la gran narración sin comienzo ni fin”.

A la búsqueda de lo existencial

La teología ha incorporado la narración para hablar de Dios. Cristo es la narración de Dios y de este modo ha abierto una fecunda avenida para adentrarse en un misterio que es cercanía e historia. Cuando tomamos las parábolas –llamadas vegetales- narradas por Jesús en la Palestina del siglo I, y nos llevan a preguntarnos sobre qué valores quiero cimentar mi vida, hablamos de NARRAR LA VIDA.

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